El maratón de Nueva York es, sin duda, el más masivo de los que se disputan en el mundo; 47.000 runners han participado en la edición de 2011, por lo que no es de imaginar que hay que organizar muy bien todo para que el resultado final sea satisfactorio.
Las normas de inscripción para el maratón Nueva York son modélicas, porque permiten a todo el mundo participar por lo menos una vez, aunque para la edición de 2012 han incluido cambios endureciendo las marcas que dan derecho a participar sin entrar en la lotería; ese endurecimiento es notable y me da la impresión que responde a intereses económicos más que organizativos y es que los maratones se están convirtiendo en un negocio y eso puede ser perjudicial a la larga. No obstante, es un tema que prefiero dejar para otro post.
Una vez conseguida la inscripción hay que estar atento a la página web para conseguir plaza en el autobús o en el ferry que lleva a la salida, así como para descargar e imprimir tu certificado de inscripción, con el que te debes presentar en la feria del corredor los días previos.
En la feria, los voluntarios están por todos los lados haciendo su trabajo. En primer lugar te identificas con el pasaporte y luego pasas a recoger tu dorsal con chip incorporado sin esperar colas; de ahí te diriges a la recogida de la camiseta, cuya talla puede ser engañosa pues los americanos tallan más grande que los europeos, por lo que los voluntarios están muy atentos para cambiarte la talla si tienes problemas.
Dirimidos los trámites burocráticos, la feria en si está bien organizada y es muy animada, pero no le vendría mal un poco más de espacio, pues se queda pequeña, sobre todo si la comparamos con otros majors o incluso con Tokio o París. No sé si por la limitación de espacio o porque declinan su participación, lo cierto es que se echan en falta algunas grandes marcas deportivas y más información sobre maratones.
La carrera en si es el reto definitivo para una buena organización y sobre todo en Nueva York, pues hay que desplazar a todos los participantes hasta Staten Island, donde comienza la carrera. El jolgorio empieza a partir de las 5 y media de la mañana, hora en la que parte el primer ferry desde el muelle sito en el downtown de Manhattan hacia la famosa isla residencial. Mi ferry partía a las 6:15, aunque al final me enrolé en el de las 6:30. Tras unos 20 minutos de agradable travesía, una vez en tierra y sin apenas hacer cola, unos autobuses te llevan hasta la zona de salida situada al lado del mítico puente de Verrazano.
Allí, hay tres zonas diferenciadas (verde, azul y naranja) en la que se reparten los corredores ya que cada zona tiene su salida diferenciada. En la zona de salida, los corredores se pueden avituallar con todo lo necesario, como agua, barritas energéticas, bebidas isotónicas y lo no necesario como bagels o un café malísimo, a tono con lo que se consume en el país de Obama. También hay baños portátiles suficientes para no tener que esperar demasiado antes de aliviarse. Me correspondió la zona verde, no demasiado grande, pero suficientemente cómoda para comer algo, cambiarse y dejar la ropa en los camiones, también sin demora.
Hora y media antes de la salida la megafonía llama a los corredores de la oleada uno (la que me corresponde) a los cajones de salida y allí me dirijo pertrechado con ropa vieja para tirar, al igual que el resto de corredores; aquello parece un desfile de ropa vieja y extraña, pero útil para combatir el frío, que tampoco era demasiado, sobre todo para mi, que soy de Pucela. En el cajón de salida hay que pasar un buen rato sin hacer gran cosa, salvo visitar el baño, porque no hay sitio suficiente para calentar.
Del cajón, pasamos a la línea de salida unos 30 minutos antes del comienzo de la prueba; allí ya no hay baños, pero si muchos nervios y a pesar de la expresa prohibición de la organización, las cunetas se llenan de runners que expulsan sus últimas gotas... de nervios. Por fin llega la hora, suena el himno americano interpretado por una cantante a la que no pude ver y tras eso el pistoletazo de salida a los acordes de la mítica "New York New York" de Frank Sinatra. Hasta entonces, todo marcha bien, organizativamente hablando.
Comencé la carrera en el nivel inferior de Verrazano, menos vistoso, pero muy útil, pues no hay demasiada gente y se corre sin problemas; para haceros una idea, mi retraso respecto al pistoletazo de salida fue de solo 14 segundos. Puestos ya en carrera, las avenidas son amplias, se corre fácil, hay baños cada milla y avituallamientos repletos de agua y Gatorade servidos por una legión de voluntarios; impecable.
Tras las 26,2 millas, se llega a la meta de Central Park, donde rápidamente recibes la asistencia de los voluntarios que te dan tu medalla, la famosa manta térmica y una bolsa de recuperación con una bebida que sabe a jarabe, además de agua y fruta. Se sigue hacia adelante donde se recoge la ropa sin ninguna demora y de ahí hacia la salida, previo paso por una zona de masajes que puedes visitar si es preciso.
Hasta aquí todo bien, pero lo que no acabo de entender es porqué en esta prueba se ha eliminado la zona de encuentro con los familiares. La salida por la calle 77 con Columbus Avenue es un auténtico caos, con familias buscando a runners y runners buscando a familiares. No me parece de recibo que la organización diga a los corredores que se busquen la vida, pues tras 42 kilómetros y pico lo que más anhelas es encontrarte con los tuyos y si te lo ponen difícil es frustrante. Afortunadamente para mi, encontré sin problemas a Marisa y mis amigos y me dirigí al hotel entre el caos reinante en la Avenida Columbus.
Creo que la organización del maratón de Nueva York raya a gran altura, pero es difícil alcanzar la perfección cuando hay que manejar a 47.000 almas; sin embargo, la eficiencia organizativa americana queda patente y como me ocurrió en Boston, mi nivel de satisfacción es alto.
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