Han pasado casi cuatro años desde mi debut maratoniano en Madrid. Era el año 2006 y aún recuerdo la ilusión con la que emprendí un viaje que me ha llevado a completar siete maratones y cuyo final no me planteo. Aquel primer maratón fue más duro de lo que pensaba, corrí lesionado durante gran parte del recorrido y cuando llegué a meta estaba exhausto, me dolían las piernas, apenas podía andar y pasé muy malos momentos. Mientras caminaba hacia la salida, mi mayor deseo era encontrar a Marisa, que me había seguido en la carrera. Tardé en encontrarla y cuando lo hice, nos fundimos en un profundo abrazo, que fue lo mejor de la carrera. Había sufrido mucho, se lo conté y recibí el ánimo necesario para volver a correr un maratón, a pesar del sufrimiento.
Desde entonces, he corrido seis maratones más y en todos ellos Marisa ha acudido a la cita. Me ha seguido en todos los recorridos, de punto kilométrico a punto kilométrico, de estación en estación. Nunca he corrido una maratón solo, porque siempre ha estado ahí para darme ese ánimo necesario para seguir corriendo, para seguir luchando hasta alcanzar la meta. Y tras llegar al final, me ha dado el abrazo más reconfortante, cuando te duele todo, cuando sabes que lo has vuelto a conseguir y lo quieres compartir con el ser más querido.
En Tokio, correré mi octavo maratón. Marisa volverá a estar conmigo y mientras yo recorro los 42 kilómetros y 195 metros, ella se moverá por el metro para darme su apoyo. Ella, como yo, va a cumplir su octavo maratón, uno distinto al que corro yo, pero con tanto valor como el mío, porque, Marisa es la clave de mi éxito. Ella soporta durante meses mi preparación, mis comidas, mis salidas intempestivas a correr y, sobre todo, me soporta la noche previa al maratón, cuando soy un manojo de nervios.
Por eso, en este post, quiero dar las gracias a Marisa por haber estado siempre a mi lado en esta aventura. Sin ella, esto no sería igual, ni tampoco mi vida.
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