El domingo pasado me encontraba en Alcazarén, donde estaba disfrutando un fin de semana tranquilo y futbolístico junto a mis amigos; me levanté tarde y sin muchas ganas de correr, pues había trasnochado un poco el día anterior y cuando miré por la ventana de la cocina me percaté que la niebla envolvía las tapias de mi patio; como mola, me dije, hoy voy a correr entre la niebla. Hacía frío, pero no me importaba, siempre me ha gustado la niebla, desde pequeño y caminar o correr en esas circunstancias, siempre ha sido una experiencia agradable.
Me puse unas mallas largas, doble camiseta, buff, guantes, gorro y... adelante. La temperatura rondaba los cero grados y aunque mis prendas no eran las más "cálidas" que tengo, el frío fue aminorando progresivamente cuando comencé a correr. Como suelo hacer en Alcazarén, me aventuré por un camino que se dirige hacia Megeces entre tierras de cultivo y pinares; a medida que avanzaba la niebla me envolvía y a pesar de que conozco a la perfección esa ruta, tenía la sensación de correr hacía un destino desconocido. El paisaje era mágico, la cizalla se había depositado en las plantas que flanquean el camino y en las copas de los pinos y todo parecía sacado de un cuento, eso si, un cuento que se desarrolla en la estepa rusa.
Rodé durante hora y cuarto a un ritmo muy alto, quizás animado por las sensaciones que me envolvían; la niebla, el frío en la cara, el blanco de la cizalla y el silencio de esos pinares que me permitían escuchar el sonido de mis pasos y de mi respiración; decidí aderezarlo con unas piezas operísticas que llevo en mi ipod y todo resulto perfecto; en momentos como los que experimenté el pasado domingo, me doy cuenta que soy un gran afortunado por ser corredor y por disfrutar de la naturaleza de manera distinta a otros mortales. ¿O quizás los runners somos inmortales?
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